La manera fallida, inconsistente, frívola y hasta contradictoria en que han sido organizados los actos conmemorativos por el 200 aniversario del inicio de la guerra de Independencia es expresión de la circunstancia crítica que vive el país y, también, de las carencias e incapacidades de la autoridad para comprenderla y atenderla.
Por principio de cuentas, resulta paradójico que la conmemoración por los 200 años de la gesta independentista se produzca en el contexto de una soberanía nacional severamente acotada. Lo anterior se expresa con particular claridad en el sometimiento, desde hace más de dos décadas, al modelo neoliberal dictado por Washington, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial; en la posterior suscripción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN); en la grave circunstancia de dependencia alimentaria que afecta a México; en el abandono del campo, de la industria y de la planta productiva nacional; en el deterioro deliberado de la industria petrolera y la entrega de sectores estratégicos, como la banca y la generación de energía eléctrica, a empresas trasnacionales. El “adelgazamiento” del Estado –realizado con ostensible corrupción–, el afán privatizador desmedido de las últimas cuatro administraciones federales, y la entrega de potestades nacionales a corporaciones y gobiernos extranjeros, colocan al país en situación de lamentable dependencia.
Otro tanto puede decirse de la suscripción de acuerdos como la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte –conocida también como el “TLCAN militarizado”– y la Iniciativa Mérida: tales convenios representan para México claudicaciones inadmisibles en materia de soberanía y seguridad nacional. Por añadidura, el desdén gubernamental a la observancia de los derechos fundamentales de mexicanos y ciudadanos de otros países da cuenta, dentro y fuera del país, de la incapacidad del Estado mexicano para cumplir con algunas de sus obligaciones fundamentales.
Tales situaciones coinciden, por lo demás, con un escenario marcado por el acoso de la criminalidad y el cotidiano baño de sangre que padece el país. La “guerra contra el narcotráfico”, declarada por el gobierno calderonista hace casi cuatro años, no sólo ha tenido un costo inaceptable en vidas humanas, sino que ha significado una alteración profunda de la normalidad social e institucional en varias regiones del territorio: reflejo de ello es la cancelación de la ceremonia del Grito de Independencia en al menos una decena de municipios de Chihuahua y Tamaulipas, como consecuencia de la inseguridad.
En otro sentido, tras la insustancialidad, la opacidad y el dispendio que han caracterizado la conmemoración oficial del bicentenario, puede percibirse la incomodidad ideológica que genera, en un grupo gobernante conservador, el recuerdo de los procesos revolucionarios de hace 100 y 200 años. Para colmo, el discurso gubernamental ha sido manejado en forma contradictoria: si durante meses la población fue sometida a un bombardeo mediático que invitaba a sumarse a las festividades patrias, ahora las propias autoridades –federales y capitalinas– recomiendan a la ciudadanía que se quede en casa y vea la ceremonia correspondiente por la televisión, y advierten que el ingreso al Zócalo estará limitado a 50 mil personas.
Hace unos días el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, fustigó a quienes han criticado los festejos oficiales y los acusó de estar “siempre orientados a demoler el ánimo nacional”. Pero a la luz de las consideraciones señaladas, ha sido el propio gobierno el que ha estrechado los márgenes del festejo hasta convertir la perspectiva de una celebración popular, nacional y jubilosa –como la que la ocasión ameritaba– en una ceremonia gubernamental anticlimática, fallida, carísima y vacía.
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