Francisco López Bárcenas
Hay muertes que cuando ocurren se llevan pedazos del alma y dejan un profundo dolor, más cuando son producto de un crimen y los criminales gozan de impunidad. De ésas fueron las que el 22 de diciembre de 1997 enlutaron la comunidad de Acteal, municipio de Chenalhó, Chiapas, donde alrededor de medio centenar de indígenas fueron acribillados cobardemente y otros tantos resultaron heridos mientras rezaban por la paz. Las huellas de este miserable crimen son tan profundas que los criminales no pudieron ocultarlas. El mismo Ernesto Zedillo, entonces presidente de la República, se vio obligado a reconocerlo. “La violencia es, por definición, un acto criminal, y eso fue lo que ocurrió el día de ayer en Acteal. Tan cruel, absurdo, inaceptable acto criminal que sólo puede tener como respuesta la aplicación más firme y severa de la justicia”, dijo en un mensaje público dirigido a la nación, un día después de la masacre. Claro, no pensaba reconocer que se trataba de un crimen de Estado y así lo señalaron sus secretarios de Relaciones Exteriores y de Gobernación, José Ángel Gurría y Emilio Chauyfett, quienes calificaron de intervencionistas las protestas internacionales tras la matanza, al tiempo que expresaron que “ni por omisión podía involucrarse al gobierno en este crimen”, extendiendo a priori un certificado de impunidad a favor de los asesinos.
Sus palabras no pudieron evitar que la gente entendiera que la matanza de Acteal fue un crimen de Estado, un delito de genocidio, según lo prescribe la Convención de las Naciones Unidas para la Prevención y Sanción de ese delito que lo tipifica como “cualquiera de los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso; incluyendo la matanza de miembros del grupo; la lesión grave a la integridad física o mental de los sus miembros del grupo; y el sometimiento intencional a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; entre otras prácticas”. La propia Convención establece los actos que deben ser castigados y que constituyen el delito: el genocidio como tal, la asociación para cometerlo, la instigación directa y pública a cometer de él, la tentativa de cometerlo, y la complicidad en el genocidio, independientemente de que quienes lo cometan sean gobernantes, funcionarios o particulares.
Las promesas de Ernesto Zedillo no fueron cumplidas, no se detuvo a los verdaderos criminales, a los que planearon y ordenaron la comisión del crimen. Por eso, a la luz del derecho internacional siguen siendo criminales y habrían de juzgarse si se quiere recuperar el decoro del Estado mexicano en el concierto de las naciones. En las actuales circunstancias políticas del país resulta muy difícil que esto suceda. Ernesto Zedillo y su secretario de Relaciones Exteriores se encuentran al servicio del capital trasnacional y los otros involucrados son personajes importantes dentro de las mafias de la política mexicana. El poder económico y el poder político tienden un manto de impunidad sobre sus actos delincuenciales y así es muy remoto, casi una utopía, pensar que algún tribunal les haga pagar sus culpas.
Frente a este hecho a los pueblos agredidos no les queda otra opción que la legítima defensa, el uso de la violencia legítima para defenderse de la violencia ilegítima del Estado, no para destruirlo. Este derecho encuentra su fundamento precisamente en la condición de pueblos de los agredidos y su derecho a la libre determinación, reconocido en el derecho internacional y de alguna manera en el nacional. Es un derecho que pertenece a todos los sujetos que sufren violencia, tanto que inclusive el derecho penal lo reconoce a los individuos, para repeler una agresión que se realiza sin derecho, en protección de bienes jurídicos propios o ajenos, siempre que exista necesidad de defenderse y se usen métodos racionales para hacerlo. Es importante tenerlo en cuenta, sobre todo ahora que a los gobiernos les ha dado por criminalizar las protestas sociales y usar la fuerza pública como forma de contener las luchas populares.
Entre varios pueblos indígenas de México existe la creencia de que cuando los hombres o mujeres mueren con los ojos abiertos, siempre regresan para señalar a sus asesinos. Es probable que los asesinados en Acteal hayan muerto de esa manera y sigan señalando a sus asesinos. Por eso debemos honrar su memoria y acompañarlos en su lucha por que los criminales sean llevados a la justicia.
Por eso, a 10 años de la masacre de Acteal, tenemos el deber ético y político de honrar a los muertos y exigir que los asesinos sean castigados. Junto con ello debemos pedir justicia para los muertos de Agua Fría, Oaxaca; Aguas Blancas y el Charco, en Guerrero; los de San Salvador Atenco y la APPO; los mineros de Pasta de Conchos, entre los mas conocidos. Hay que luchar también por la libertad de los presos políticos y por la presentación de los desaparecidos, por esas mismas causas. Cuando esto suceda ellos podrán descansar y nosotros tal vez podamos vivir con un poco de tranquilidad.
http://www.jornada.unam.mx/2007/12/20/index.php?article=016a2pol§ion=politica
No hay comentarios:
Publicar un comentario